sábado, 29 de enero de 2022

El cuento de nunca acabar

 

Mi madre recibió a la muerte con alegría, como si estuviese tomando el sol, relajada y con una sonrisa deliciosa. Mi familia la aceptó con benevolencia. Es lo que tocaba. Nosotros, que no tenemos la costumbre de tener dinero, tenemos, sin embargo, un rico mundo interior y en él caben, en igualdad, los vivos y los que dicen que se van. Y en nuestros diálogos participan los que existen en este mundo y en el más allá con la naturalidad de los que no pierden el contacto, porque en el fondo no dejamos que nadie se vaya y creemos, fielmente, en que existe la vida eterna, ya sea en el verde de las hojas del limón o en las aguas serenas del mar. Creemos en algo más que la resurrección, creemos en que nada se extingue y que vivimos dentro de un baile infinito.

 

A mi madre le gustaban los regalos mesurados: un kilo de boquerones plateados o una bandejita con higos, un manojo de espárragos, una liebre, un poquito de lomo o una sombrilla de flores. Tenía la certeza de que la cultura no es de las élites y creía que ir a la playa lo arreglaba todo. Manejaba como nadie los hilos de la conversación y tenía una mente creativa y un gran, y naif, sentido del humor que todos hemos heredado.

 

En una ocasión me dijo que cómo podíamos admirar a Santa Teresa con el daño que se hacía a sí misma, en otra me habló de la melodía Para Elisa de Beethoven y me preguntó qué libro estaba escribiendo ahora, le respondí que uno de fantasía, de reinas y príncipes y me dijo que si los pobres no tenemos derecho a la fantasía. Nunca he hablado tanto con nadie como con mi madre; hablar a mi manera, aunque no la tuviera delante. Se fue el 20 de Enero de 2022 y no me despedí de ella, le dije: seguimos jugando.

 

Me la imagino en las verbenas del paraíso marcándose un bolerazo con mi padre, ambos contentos, la veo en los jardines celestiales cogiendo frutas de los árboles abundantes, la escucho charlar con todos los que estaban esperándola y me llega su risa de mujer inteligente que no quiere que nos preocupemos por nada, porque ella está bien, allí, adonde sea, con su marido y sus deseos de construir felicidad.


A todos los que nos han acompañado estos meses les doy las gracias y les pido que brinden por Agustina López Díaz, la primera mujer que fundó una ferretería en Campanillas, la que nos llenó de dones: la risa, la autocrítica y la honestidad. La que nos enseñó a elegir a la buena gente, rodearnos de honradez. Ella, Agustina la Medianera, la que amó y ama a todos los que nos procuran el bien. Agustina, la que abrumada por mi mirada fija que no dejaba de observarla en su lecho, se despertó de pronto y, con gestos, me indicó que me pusiera a leer y a escribir.



Agustina López Díaz