Hay
gente que se prepara los domingos y va al centro si quiere ejercer de ciudadano,
y allí se encuentra lo que se ha dado en llamar la gentrificación. Y tiendas
que pueden estar en cualquier lugar del mundo que han puesto ahí para que no
nos perdamos como personas globales que somos. Así todos nos convertimos en
seres ajenos a nuestro propio espacio local y nuestra mente navega entre operaciones
aritméticas adivinando el precio de los inmuebles.
Allá van las gentes de las afueras a
mirar escaparates y a hacerse ilusiones deseando productos fuera de su alcance. Y
los barrios permanecen dormidos porque sólo sirven para eso, para dormir. En
Francia les llaman Banlieues.
En ese escenario de la city hay
museos y bares, todo dispuesto para el turista con dinero mientras hacemos del
turismo nuestra gran fuente de ingresos. Vivir se ha vuelto difícil en esta época
en que queremos excluir todo lo que hace referencia con la vida. Nuestras
ciudades de cartón piedra, hermosas y delicadas, que alejan la prostitución a
los polígonos, alejan también cualquier rasgo de verdad. Y los aprendices de
ciudadanos vuelven desconsolados a sus casas, que es un microcosmos donde le
dejamos las puertas abiertas a la publicidad.
Hay gentes que se disfrazan los
domingos de cazadores o ecologistas o simplemente buscadores de setas y se
pierden en el campo porque no conocen las leyes del campo y un vaivén, una
dulce riada, se mueve cada fin de semana de un lado para otro antes de
solicitar a nuestro cerebro la respuesta de por qué nos movemos en esa dirección.
Buscamos siempre el paraíso, desde
que somos pequeños, buscamos el lugar perfecto donde nuestra imaginación nos
hace más ciudadanos o más aventureros. Parece que jugamos un rôle play en vez
de ejercer la vida. Los anuncios han desbancado a la dura filosofía, que por
otra parte acogía tan pocas pensadoras, y nos enseñan cómo debemos comportarnos
cuando nos echamos una colonia, por ejemplo. No me extraña que tengamos tan
poca tolerancia al fracaso si estamos comiéndonos nuestras raíces
divertidamente y el sentido de lo comunal lo ostentan los grandes almacenes.
Esta sociedad es la que hemos
creado, una sociedad insatisfecha que, sobre todo, no tiene tiempo y, en
cambio, sí posee un inmenso miedo al silencio.