Son mis hijos,
tenían 24 años cuando
me hice cargo de ellos.
Ella era ingenua,
obsesiva, inteligente.
Él afectivo, más guapo
de lo normal,
demasiado guapo para
ser hombre, decían;
lloraba cuando veía
películas de amor.
Ella es guapa,
lectores los dos,
unidos los dos en el
silencio.
Él era ingenuo,
obsesivo, inteligente;
creían que rozaban el
pecado,
nada más alejado de la
realidad.
Fueron creciendo,
se volvieron más
exigentes
como todos los niños y
las niñas
que no ven el
horizonte.
Yo les di lo que pude,
aunque me hubiera
gustado dárselo todo:
excelentes notas,
belleza inmejorable,
éxito profesional.
No pude llegar más
alto,
no me gustan las
alturas.
Ya han madurado,
ella es una muchacha
generosa,
él cocina con entrega.
Ya han madurado
y aún así no se cansan
de escuchar mis nanas.
¿Qué voy a hacer con
ellos?
De mi heredaron el
temor a hablar,
mis ojos,
las ganas de pasear por
la calle de la seda.
A él no le puedo mandar
a la compra,
se detiene en el puente
mirando a los niños
jugar a la pelota.
Ella es hacendosa,
demasiado limpia
y tiene un orgullo…
Él sabe planchar,
reírse siempre,
a veces le da el pronto
y después se le pasa.
No se cansan nunca de
oír mis palabras.
Y cuando llega la noche
apretados se duermen
en la oscuridad del
mundo
que es tan grande, tan
grande,
que les da miedo.
Entonces yo para
tranquilizarlos
les digo:
-Buenas noches
Príncipes de Maine,
Reyes de Nueva
Inglaterra.