domingo, 10 de abril de 2016

Madre



¿O eran los otros los que no me aceptaban? Porque al principio toda caricia era natural procediese de donde procediese. Natural como el libro de mi querido Emilio Prados Río natural.

Así que un maestro llamó a mi madre para decirle que yo me creía alguien y ella le contestó que es que yo era alguien. También me decían marimacho porque montaba en bicicleta y me recorría toda Campanillas como si fuera un cohete. Viendo que nos teníamos que defender como fuera, mi madre cogió el bolso y nos fuimos a Málaga capital y nos dirigimos directamente a la librería Ibérica que estaba en calle Nueva y, resuelta, mi madre me dijo que escogiera el libro que yo quisiera.

Anduve entre las estanterías un buen rato, mientras mi madre conversaba con la dependienta, que se hizo muy amiga nuestra y sabía de mis gusto por la colección de Historias Selección de Bruguera, y sabía que me había leído ya Mujercitas de Louisa May Alcott y que no tragaba a Santa Teresa. Anduve y anduve hasta que un título me llamó la atención: En busca del tiempo perdido. Y es que yo consideraba que estaba perdiendo el tiempo en la escuela, en la vida. Mi madre le preguntó a la dependienta si era bueno y ella le dijo que sí, pero que no tenía ningún dibujo y, al fin y al cabo, yo tenía doce años. “Pero es que mi hija es como una bombilla, ella tiene su luz y nadie le puede ni quitar ni poner watios porque si no se para y no quiere seguir funcionando. Conque nos lo llevamos.”

Así fue como cayó en mis manos la solución para todas mis heridas y encontré a gente fascinante con la que quería relacionarme, gente exquisita y gente cruel, también, pero que utilizaba la palabra hasta unos límites que yo no podía ni imaginar. Y decidí convertirme en un personaje de Proust, también empecé a comer mejor, sobre todo bollería, concretamente magdalenas.

Y nuestra tarea era inmensa, mi madre colaboró para construirme una personalidad con la que pudiera nadar sin ahogarme: me hizo trajes del siglo XVIII, deliciosos chalecos y camisas con chorreras y vestidos de terciopelo; tenía que acostumbrarme a mi cuerpo y a mi destino, así que yo debía estar preparada elegantemente para el día en que me llegara la oportunidad de desarrollar mis cualidades.

Íbamos a las tiendas, observábamos los trajes, analizábamos los escaparates en domingo para que no tuviéramos la tentación de comprar y me hizo unos vaqueros con la tela de la ropa que trajo mi tío Pepe Jiménez del servicio militar, de la marina. Así que mi ser confuso se construyó cercano a la belleza y le sacaba los patrones de la revista de costura Burda y participamos en la construcción de mi vestuario y esperábamos, seguras, el día en que no le molestara a nadie tener una lesbiana tan sofisticada como yo en el barrio, pero ahora, claro, me había dado los instrumentos para saberme defender.

Así que empecé a escribir sin parar y le leía todo lo que hacía a mi madre mientras ella cosía prendas de seda o villelita, con lazos y botones singulares. Y mi hermano aprendió a planchar con mi abuelo Paco el sastre, el padre de mi padre, y mi prima Pepi Díaz le ayudó a hacer una capa con forro escarlata y hacíamos pases de modelos en el salón de mi casa. Y escribí una obra de teatro en la que todos eran protagonistas, en la que no había nadie secundario.


         Y esa costumbre sigue en nuestro ser, hoy me ha mandado mi madre un mensaje desde Lloré de Más, que ha ido con el Inserso, en la hermosa Cataluña, y me ha dicho que me está haciendo una rebeca en tres tonos diferentes de fucsia con adornos en blanco, como la inocencia de las niñas que sufren todavía en los colegios por ser diferentes.


Agustina López Díaz con su hija.