Mi
tía Paca era monja, hermana de la orden San Vicente de Paul, y venía a vernos
cada cuatro años, eso fue al final, porque estuvo mucho tiempo sin venir
ocupada como estaba en sus misiones, allá en México.
Mi familia no ha sido nunca
especialmente religiosa ni hemos creído fervientemente en santos, nos acompaña
un escepticismo que yo siempre he considerado muy sano, pero cuando ella venía
la acompañábamos a misa y nos vestíamos de domingo y teníamos la esperanza de que
nadie le dijera que no éramos asiduos de la iglesia.
Lo que me gustaba de ella era su acento
mejicano y cómo contaba las historias, tenía ese rasgo común a todos nosotros
de divertir al público a través de la palabra. Cada vez que narraba una
anécdota hacia una reverencia como si fuera una actriz y hubiera actuado para
el respetable público.
Le encantaba McDonald´s y atravesó toda América para ir a recoger unas
ambulancias a Canadá, ella decía que llevaba alfileres en los bolsillos para
defenderse. Engañó a su padre y le hizo firmar unos papeles en blanco que eran
la autorización para meterse en la orden. Nos mandaba recortes de periódico
donde salía junto a gente importante en México y nos enseñó lo que era el
desodorante en roll-on, los secadores de pelo para hacerte bucles y la ópera.
Ella fue la que me dijo que no sólo se podía escuchar a Manolo Escobar y me
regaló Carmen de Bizet.
Con ella descubrí lo hermoso que es el Libro de las horas y algunas veces
rezabamos juntos el rosario para que no se metiera sola en su cuarto a hablar como
las locas. Siempre que rezábamos, mi hermano, que ha sido siempre hombre práctico,
se quedaba dormido.
Cuando voy a la Mezquita de Córdoba a escuchar misa, porque
me pide el cuerpo un poquitín, sólo un poquitín, de misticismo y de hostia, me acuerdo de ella, del
día en que fui a Málaga a acompañarla a la Iglesia Stella Maris, que está en la
Alameda Principal, y el cura empezó un discurso ofensivo, tajante y obcecado sobre
como los afeminados no entrarán en el reino de los cielos. Al salir del templo
me caí escaleras abajo porque no podía yo con el peso de mi lesbianismo y el
delirio de mi ocultamiento. Estaba claro: yo no me aceptaba a mí misma como lesbiana.
Mi tía era divertidísima, fue otra de nuestra estirpe que se fue sin avisar y regresó cuando menos se la
esperaba. Su habla mejicana ha hecho que yo me lea a todo Octavio Paz, Juan
Rulfo, Sor Juana Inés de la Cruz y Elena Garro. Con ella aprendí que los seres
humanos tenemos mil caras y cada una de ella está poblada de pequeños detalles.
Gracias a ella nos hemos reído sin parar, sus representaciones eran impagables
y siempre mostró una rebeldía digna de una adolescente. No comprendía a las
monjas contemplativas y su voluntad era siempre hacer, hacer y hacer. Quiso
llevarme con ella para que estudiara medicina en Estados Unidos y, afortunadamente, mi padre, que también se quedaba dormido en cuanto tenía un
problema, le dijo entre sueños que no.
Hoy la recuerdo con cariño, la veo
tomando una copita de vino después de que mi hermano insistiera mucho para convencerla,
la veo amasando con nosotras para hacer borrachuelos, la veo junto a
su madre, mi bisabuela Josefa Teodora de la Santísima Trinidad; la veo discutiendo
con mi abuela Aurora, cuando le pedía que perdonara a su marido del que estaba
separada, y mi abuela le contestaba que ella no sabía de hombres, la veo
sorprendida cuando mi hermano, después de haberle servido el Málaga Virgen y habérselo
bebido, le decía que iba a llamar a su superiora y le iba a decir que en el
barrio de Campanillas había una monja borrachilla.
Sor Emilia Díaz Morales era su nombre profesional, pero nosotros le llamábamos simplemente Tita Paca |