Somos un pueblo que no sabe hablar,
nunca la rudeza de un dictador afectó tanto a los actos lingüísticos como en
España. Una entonación que nos domina como una ola de severidad o un silencio que nos
sumerge en nuestras más tristes raíces. Debemos escoger las palabras que nos
mejoren para así cabalgar sobre ellas con desparpajo. El bello arte de la
política lo requiere. Sí, la política es bella si es honesta y es eso lo que tenemos que buscar: la belleza. Y no desesperemos porque el camino aparezca enredado,
hay que seguir la marcha que nos lleve hasta el futuro más respetuoso. No al
que nos abra de par en par como buey en canal, convertidos todos en unos irracionales que alaban
a quien nos ha proporcionado la mudez.
Hay que romper a hablar y nombrar las
cosas bellas: la capacidad de reciclaje, las enseñanzas de los animales, la
tranquilidad de la lectura, la decisión inequívoca de no encender la televisión
para ver esos realities que son pornografía pura. La decisión inequívoca de exigir derechos de calidad, no derechos desechables como la comida elaborada entre el minimalismo y la artificiosidad. Hay que enfadarse cuando los tonos seductores intentan llevarte al redil. Hay que tomar el fresco de la calle cuando los discursos nos apolillan y se aprovechan de la bondad.
¿Quién
nos ha traído la desvergüenza? Eso deberían preguntarse nuestros representantes en
el congreso. Yo sólo veo una causa: la intención de mantener a la población en
una pseudociudadanía que nos infantiliza en el peor sentido. ¿Quién quiso hacernos estúpidos?
¿Quién ha abonado la idiotez? Se ha promocionado el grito en vez de la constructiva filosofía de Cristina de Pizan. Se alza la voz para llevar la razón como si nos moviéramos en un mar
de infinitas resacas, ¡qué cansancio! Pero, ojo, no debemos sucumbir a ese arma, aparentemente inocua, de la fatiga.
Después
están aquellos que quieren escuchar lo que su mente tiene como principio moral,
es decir, ahogar la diversidad, para parecer contentos en el paraíso de la tradición; y la diversidad misma
se baña en un río de múltiples trampas, que son como teleseries azucaradas y
azucaradas por el prestigio de lo “normal”. Hay que tener cuidado, saber nadar en el río proceloso de lo aparentemente correcto para no caer en ningún remolino que nos confunda. No hacerles el juego.
A
todas esas cosas debe enfrentarse la oradora si tiene la suerte de tomar el turno de palabra en el hemiciclo, y a las bromas, que siguen de moda aunque estemos a estas alturas de siglo XXI. Pero no olvidemos que esas
bromas, de baja intelectualidad, sólo están al alcance de los
que hacen de las ciencias políticas un derrame de ego, ellos mismo se definen y rompen la barrera de su traje, sea cual sea, para retratarse como unos ingratos.
Pues
bien, así y todo, hay que romper a hablar, sin rendirnos, porque cada ser guarda en su corazón la ingenua versión
de sus comienzos, esa es la fuente. Es feo ver a un hombre sin sentimientos, no es vergonzoso ver a un hombre llorar. Yo admiro a los hombres llorantes. Admiro a los hombres que a estas alturas del diluvio siguen
creyendo que la política es un arte noble, y a las mujeres que participan en
ella sin tener en cuenta todos los comentarios que hay aludiendo no a su decir
sino a sus vestidos. Es evidente, debemos despejarnos ya de las viejas
costumbres que nos incitan a seguir ocultando nuestra voz. La educación es la única salida.
La educación sin pausas ni concesiones. Y andar por la calle cogidas de la mano, erguidas y orgullosas, con sororidad, como enseña el feminismo. Hemos llegado a la edad de la presbicia, tal vez eso sea un signo de que ya no tenemos que leer tanto, sobre todo lo que académicamente se nos propone o lo que publicitariamente nos eligen, y debemos confiar en poner de manifiesto nuestras querencias, que a esta altura de la historia no se pueden perder otra vez en el anonimato; hablar sin concesiones, educar sin concesiones y, por supuesto, emborracharnos de libertad sin descanso.
Mi amigo Teo representando la obra de Eurípides Las Troyanas |