domingo, 5 de marzo de 2017

La cita



Siempre recordaré la tarde en que mi primo Paquito Eduardo me dijo que venía un hombre con un coche lleno de libros a Campanillas y que yo, si quería, podía ir y quedarme con dos o tres durante un par de semanas, libros prestados, libros sin dueño.

         Me pasé toda la noche sin dormir imaginándome una furgoneta como las que acostumbraban a llevar los trabajadores que nos rodeaban, una furgoneta blanca como la del heladero, como las que llevaban los mecánicos, una furgoneta repleta de literatura, y yo tendría la posibilidad de acercarme a ella, de pedirle al encargado de toda esa riqueza lo que me viniera en gana. ¿Qué le pediría?

         Aquella noche de vigilia guardaba la pasión que se puede sentir por la espera de amantes y amoríos. No exagero si digo que, tal vez, fuera mayor: Toda la noche soñando con cuentos, toda la noche.

         Llegó el día esperado y la realidad superó mis expectativas que estaban encerradas en un paisaje donde el norte y el sur, el este y el oeste lo señalaban las plantaciones de cañadulces y los limoneros. En el sitio indicado esperaba con otros niños la llegada de la diversión cultural, porque hay algo que se nos olvida en este país vocinglero: la cultura es diversión de la buena. Y llegó la esperanza, algo superior a mis fantasías: un autobús con las paredes forradas de libros, el suelo enmoquetado (era la primera vez que veía ese tejido) y una señora, sentada en una mesita con archivadores, que te hacía el carné de socia, mientras el chófer esperaba en su sitio a que nosotros disfrutáramos haciendo nuestras elecciones.

         Mi primo fue mi guía en aquel escenario, llevé una foto y me dieron el carné más preciado que he tenido: el carné del Bibliobús. Todo esto ocurría en un barrio alejado del centro, por eso éramos una pedanía y teníamos un alcalde pedáneo y la certeza del olvido.

         Siempre he estado inscrita en alguna Biblioteca Pública, aquí en Córdoba, las hay estupendas, una en cada distrito, más la Central, más la Biblioteca Provincial, más las de las distintas universidades. Y me pierdo por sus estantes leyendo títulos y títulos, soy una gran lectora de títulos, y me digo, convencida, que una buena librería es aquella que se intenta parecer a una biblioteca y que una librera debe tener algo de bibliotecaria. Reflexiono sobre los libros, amo los libros, son mi vida, amo a las personas que respetan ese amor mío por la literatura y reconozco, a la legua, a los farfulleros que intenta despreciar el mundo intelectual, la suavidad y la quietud de la lectura. Hoy en España hay muchas personas que farfullan, se estila la confusión. Hemos alimentado el cuerpo, pero hemos olvidado cultivar el alma y cumplir con objetividad en nuestros discursos, amando tanto los textos de hombres como los de mujeres, porque tenemos muy buenas escritoras que no queremos reconocer, ¡Ay, qué pena y qué miseria cultural! ¿Cómo pueden vivir de espaldas la mayoría de los escritores a las voces de las mujeres que escriben? ¿No se dan cuenta de que eso es ignorancia, pura ignorancia? Y así andan, cojos, adheridos sólo a algún cumplido benevolente hacia alguna escritora ya hiperfamosa y muerta. Vaya, a las que no tienen ya más remedio que reconocer en sus discursos públicos, porque está bien, porque viste eso de nombrar a alguna, pero no muchas, ¿eh?

         Aquel día en el Bibliobús saqué un libro sobre el yeti y otro sobre los indios americanos, me senté sobre la moqueta, me entraron ganas de abrazar a la bibliotecaria, me despedí del chófer y nos fuimos mi primo y yo felices a nuestras casas. Mi madre me regaló una carterilla para meter el carné.

         Todo esto se lo contaba a mi amigo Javi mientras tomábamos el aperitivo y mi mujer con muy buen tino me interrumpió y dijo: “Aclara que todo eso te ocurrió en los años setenta en Málaga, vaya a creerse Javi que estás hablando del tiempo de Maricastaña.”

         Maricastaña… así me gusta a mí que comiencen los cuentos: “Érase una vez en los tiempos de Maricastaña que existía un Bibliobús lleno de libros y, entre ellos, existían unos poquillos, muy pocos, de escritoras célebres. Hoy esa pesadilla ha acabado y nos leemos con respeto y pasión los unos y las otras. También nos citamos con generosidad.”


Mi bisabuela, Josefa Morales Colomera, curandera que se enseñó sola a escribir y componía poesías, chascarrillos y cuentos. A la izquierda, el más grandecillo, mi primo Paquito Eduardo, que fue un vanguardista inocente y sensible, a la derecha mi primo José Antonio que tiene el don de la palabra infinita. En medio yo, la escritora. Esta foto es de cuando volvimos de Francia y vivíamos en casa de mi tío Día. Vivíamos: Mi padre, mi madre, mi abuela, mi bisabuela, mi tío Día, mi tía María, mis dos primos y en la misma casa tenía mi tío un taller de bicicletas, reparación de radios y pequeños electrodomésticos.