domingo, 26 de febrero de 2017

MEDEA



       La noche del 18 de Febrero fui a ver Medea en la Sala Polifemo del teatro Góngora, un lugar pequeño donde la luz de la tragedia se hace más trágica por la cercanía del público, y donde tienes que ser muy buena actriz para cultivar esa mirada de hechicera que tanto horada.

         Aitana Sánchez Gijón tiene una dicción perfecta, saborea todas las palabras, nunca se atropella a sí misma, nunca vacila, es una profesional, y lo mismo te lleva por la entonación del cuento y los mitos como por los senderos de la ira sin equivocarse jamás.

         Ya conocemos la vieja historia de Medea, aquella que ayudó a Jasón y los argonautas a encontrar el vellocino de oro, aquella que amó a Jasón con un amor doloroso y fatal, aquella que para herir a su amor mata a sus hijos cuando Creonte la quiere echar de la ciudad de Corinto, a ella, la extranjera en todas partes, la hechicera, la de la mirada plateada como el brillo de la furia que tan bien representa Aitana Sánchez Gijón.

         Cuando doy algún taller de literatura le hablo a mi público de cómo las mujeres somos extranjeras en todos los estados y para ello me baso en los poemas de Gabriela Mistral, Dulce María Loinaz o Cristina Peri Rossi, de Inés María Guzmán o de Rosario Castellanos. También reflexionamos sobre un texto de Norbert Elias que me encanta: La relación entre establecidos y marginados. Y por último leemos algo de Audre Lorde: Mi hermana, la extranjera. Desde ahora añadiré la vida de Medea, la mujer que quieren echar de la ciudad.

         Creo que ese es el centro de la cuestión: quitarle el estatuto de ciudadana a alguien que está enamorada, y ese estatuto de ciudadana se convierte en algo más grande que el amor: la humillación. La humillación de una mujer cegada por la entrega. Alguien le preguntó a Aitana, en el coloquio posterior a la representación, si le costaba mucho entrar en el personaje. No creo que el esfuerzo mayor sea esa entrega, la inercia nos lleva, nos han educado a las mujeres para darlo todo; creo que lo considerable es cómo salir de ese personaje. Y créanme, la actriz lo logra. A los cinco minutos salió como si nada hubiera pasado, con su rostro humano y amable, a contestar las preguntas de un público que aún contenía la respiración. Y, entonces, una sólo puede quitarse el sombrero y aplaudir. Porque ese “salir” del personaje conlleva un gesto de superación de Eurípides, Séneca y todos los que hayan querido recrear otra vez la misma violencia, porque ese “salir” implica la llegada a un novedoso estatus conquistado y recién enraizado: el de ciudadana. Y eso sí que es cuestión de alegría para todas. Y, entonces, salimos de la sala, nos tomamos una cerveza y brindamos aliviados porque lo que acabábamos de ver fuera puro teatro.