domingo, 19 de febrero de 2017

El paseo



       La otra tarde quedé con Justa Roa para tomar un café, caía la luz sobre el edificio de  la Unión y el Fénix de la Plaza de las Tendillas, un viento suave nos acariciaba la cara y la chiquillería corría, jugaba. Nosotras también jugábamos a hablar de literatura, a pasearnos por los torbellinos deliciosos de esos datos que aderezan la buena lectura, recordamos a María Teresa León y su Memoria de la melancolía, hablamos, sin prisas, del oficio de escritora, oficio que cada día se inicia como si volviéramos a nacer, al principio parece el ejercicio de siempre, que sorprendentemente, al ir trabajando, se transforma en algo diferente a sí mismo. Se me olvidó decirle que en una ocasión escuché una conferencia de Marina Mayoral, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Judería, sobre ese libro, y nunca he estado más de acuerdo con alguien al analizar una obra: dijo lo que yo pensaba. Por un momento creí ser uno de esos estrambóticos personajes de Vila-Matas y creí vivir en los folios de la escritora gallega, que tanto sabe y tan bien lo expresa, y es que sus novelas son fuertes, concienzudas como la estructura de los pazos, y es que su tono al decir parece inocuo como el orvallo.

         Como viene siendo costumbre, desde que nos conocemos, Justa y yo dimos un ameno paseo inundado de referencias literarias. En esta ocasión hablamos de Svetlana Aleksiévich y de su libro El fin del “Homo sovieticus”, concretamente del preámbulo titulado “Apuntes de una cómplice” y me señaló una frase que después busqué en mi casa y que me gustaría compartir con ustedes: “Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo.” Por supuesto que comparamos esas palabras con el buen hacer científico de Castilla del Pino. Éramos dos marisabidillas o, como se dice en francés, un par de bas-bleu apropiándonos del espacio que merecemos, haciendo nuestras las palabras con las que han querido dañar nuestra intelectualidad.


         Entonces se me ocurrió confesarle una de mis paradas sagradas en la ciudad: el escaparate de Foto Studio Jiménez que está en Cruz Conde esquina con Ronda de los Tejares, y le dije que me gustaba detenerme allí y contemplar los cuadros que suelen colgar, casi siempre hay un angelito de Ginés Liébana o una maternidad de Pedro Bueno, o no sé qué deleitosa acuarela o algún óleo que refleja el oleaje severo del mar, o algún arco de la Mezquita cuidadosamente dibujado, o un paisaje desconocido. Y están allí, humildemente volcados hacia la calle, admitiendo el reflejo de los paseantes, y entonces siento gratitud.