La
otra tarde quedé con Justa Roa para tomar un café, caía la luz sobre el
edificio de la Unión y el Fénix de la
Plaza de las Tendillas, un viento suave nos acariciaba la cara y la
chiquillería corría, jugaba. Nosotras también jugábamos a hablar de literatura,
a pasearnos por los torbellinos deliciosos de esos datos que aderezan la buena
lectura, recordamos a María Teresa León y su Memoria de la melancolía, hablamos, sin prisas, del oficio de
escritora, oficio que cada día se inicia como si volviéramos a nacer, al
principio parece el ejercicio de siempre, que sorprendentemente, al ir
trabajando, se transforma en algo diferente a sí mismo. Se me olvidó decirle
que en una ocasión escuché una conferencia de Marina Mayoral, en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Judería, sobre ese libro, y nunca he estado más de
acuerdo con alguien al analizar una obra: dijo lo que yo pensaba. Por un
momento creí ser uno de esos estrambóticos personajes de Vila-Matas y creí
vivir en los folios de la escritora gallega, que tanto sabe y tan bien lo
expresa, y es que sus novelas son fuertes, concienzudas como la estructura de
los pazos, y es que su tono al decir parece inocuo como el orvallo.
Como viene siendo costumbre, desde que
nos conocemos, Justa y yo dimos un ameno paseo inundado de referencias literarias. En esta
ocasión hablamos de Svetlana Aleksiévich y de su libro El fin del “Homo sovieticus”, concretamente del preámbulo titulado “Apuntes
de una cómplice” y me señaló una frase que después busqué en mi casa y que me
gustaría compartir con ustedes: “Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo,
el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque, en verdad, es ahí
donde ocurre todo.” Por supuesto que comparamos esas palabras con el buen hacer
científico de Castilla del Pino. Éramos dos marisabidillas o, como se dice en francés, un par de bas-bleu apropiándonos del espacio que merecemos, haciendo nuestras las palabras con las que han querido dañar nuestra intelectualidad.
Entonces se me ocurrió confesarle una
de mis paradas sagradas en la ciudad: el escaparate de Foto Studio Jiménez que está en Cruz Conde esquina con Ronda de los
Tejares, y le dije que me gustaba detenerme allí y contemplar los cuadros que
suelen colgar, casi siempre hay un angelito de Ginés Liébana o una maternidad
de Pedro Bueno, o no sé qué deleitosa acuarela o algún óleo que refleja el
oleaje severo del mar, o algún arco de la Mezquita cuidadosamente dibujado, o
un paisaje desconocido. Y están allí, humildemente volcados hacia la calle, admitiendo el reflejo de los paseantes, y entonces siento gratitud.