Para
Elsa García y Javier Morales, compañeros de viajes.
Los
viajeros pudorosos suelen llevar sombreros
con
hermosas plumas verdes y pañuelos añiles para secarse la frente.
Ellas
portan pesadas cámaras fotográficas, trípodes y medidores
de
la luz vespertina.
Ellas
y ellos bajan a la piscina en albornoz
y
les gusta escuchar a saxofonistas
mientras
nadan entre azulejos y brillos, reflejos y delfines
pintados
en el fondo.
Al
medio día toman un Dry Martini y compran guías turísticas
que
nunca leen.
Las
viajeras pudorosas escriben postales diciendo que son felices
y
regalan delicias turcas de confiterías exquisitas,
también
toman helados de pistacho o de fresa.
Los
viajeros pudorosos nunca traspasan sus fronteras
y
sólo tienen sed de bosques y
de
chorro de agua y caballos blancos
que
se llaman y no responden, porque son salvajes
como
los poemas de las mujeres
que
viven en las calles no asfaltadas.
Estos
viajeros se hacen retratar junto al silencio del valle
o
descansan mientras contemplan el pantano de Iznájar
o
juegan al póker o van al cine de verano
o,
simplemente, echan la siesta en la hamaca
sin
ganas de llevarle la contraria a nadie.
Están
siempre pendientes del vuelo de las aves,
de
la altura de las torres, del acento de los decires,
del
olor a anís que abruma en las noches serenas.
Los
viajeros pudorosos y, también, las viajeras
sólo
viajan por el placer del regreso:
el
placer de contar el viaje a su manera.
En esta antología, publicada por la Diputación de Córdoba y dirigida por Jacob Lorenzo, colaboro con dos poemas. Este de arriba es uno de ellos. |