No
querían que fuéramos a sus restaurantes, que camináramos con la seguridad del
que tiene, al menos, una casa en propiedad, que las universidades estuvieran
llenas de hijos de obreros. No querían que tuviéramos hermosas dentaduras, que
tomáramos vino con las comidas. Eran ellos, los antiguos señoritos, que
reciclaron sus parkas verde oliva y se sentaron viendo venir el fracaso. Nuestro
fracaso. Y es que habíamos volado demasiado alto, eso decían. No como los
bancos que permanecieron austeros y honrados, comedidos y sin tarjetas blacks.
No querían lo posible, la izquierda
que no teme hacerse cargo, coger las riendas. No querían lo posible, por eso,
desvergonzados y a hurtadillas sonreían a lo imposible para tenernos divididos.
Hacían guiños de cierta tolerancia graciosa y paternal a los que ellos creían que nunca iban a
llegar. Por su parte los parvenus
tomaron malas costumbres, se pusieron a aprenderse de memoria las añadas, a
visitar escandalosamente romerías y ferias, a montar, ellos también, a caballo.
Y los de hondo rencor no querían
perdonar a nadie, frustrados en su dolor, más imaginativo que real, ladraban
furibundos. Cada uno quería para sí un carruaje, el lugar de la individualidad
infinita y caprichosa: los de siempre, los de toda la vida de Dios, los recién
llegados, los resentidos. Cada uno quería el sortilegio de una vida sin nadie más
a su alrededor.
Pero había gente que lo estaba
pasando mal de verdad, como si su cuerpo hubiera caído en un río revuelto y se
ahogara mientras especialistas especialistísimos medían en estadísticas el impacto en la curva abstracta de no sé que invención, y
televisiones privadas confundían a los jóvenes con dinerarias promesas enajenándolos. Y después vinieron los
descalabros, los que caían, como muñecos de trapo, de la depurada escala social y se
encontraban perdidos y sin asistencia.
“¿Usted qué quiere ser persona problema
o persona solución?”, decía el encargado de recursos humanos sin saber que le
estaba dando voz al más atroz de los capitalismos. Y además estaban los mapas,
las riadas de emigrantes en Calais, los diez mil niños perdidos.
Y sobre todo estaba la infelicidad,
la insatisfacción, desde el más alto al más pequeño, de los que necesitaban más
espacio vital para sus lujos, de los que
consideraban que la plusvalía es un término anticuado como una calesa o un
tilbury. Y, por cierto, están las mujeres que sólo son la mitad de la población, y la lluvia de pequeños insultos a lo diferente, esa lluvia insolente de ¡ay, yo
no me he dado cuenta!
Y por último está este mundo concreto,
con sus océanos y sus cordilleras, atiborrado de excursionistas que no limpian nada. Y
entonces resulta que navegamos en la misma barca, y así sucede que, de pronto,
tendremos que aprender a dialogar, y lo que es más difícil: a querernos, sabiendo a quién queremos, que ya no somos niños para creer en el romanticismo
del primer amor. Pero, en fin, esa es nuestra tarea, si no nos convertiremos en Serpientes ciegas, como dice el título de la magnifica historieta escrita por Felipe Hernández Cava y dibujada por Bartolomé Seguí.
Buggy americano, algo tan rancio como la concupiscencia de un señorito que persigue a sus criadas. A propósito, es interesante, aunque demasiado amable, el artículo del otro día de La Razón: Los hijos ilegítimos de los "señoritos" levantan la voz |