Contaba mi bisabuela, Josefa Teodora de
la Santísima Trinidad, que había reído antes de nacer y que por eso practicaba
la sabiduría cotidiana. Contaba ella que una vez hubo un hombre que tenía una
mujer muy goleora, es decir que le gustaba estar pa arriba y pa abajo, y
andarlo tó y curiosear por el mundo, y le dijo a su madre que se la llevara
unos cuantos días a su casa a ver si la corregía. La suegra de dicha mujer se
la llevó consigo para amaestrarla y en una ocasión le ordenó que se desnudara y
que de esa guisa se pusieran a amasar. En esto que se escuchó ruido en la calle
y la goleora salió a golifear desnuda y todo como estaba. “Chiquilla, ¿así en
cueros vas a salir a la puerta?” Ella ni corta ni perezosa se puso un cacho de
masa en el conejo y se fue a ver lo que pasaba, en esto que pasó un toro y, no
se sabe cómo, acabó la goleora subida sobre sus lomos, y así se paseó por tó el
pueblo y tó el mundo vio sus pechos extrabalancos y su cuerpo entero. La madre,
un tanto divertida, le dijo a su hijo: “Pedro, tu mujer no tiene remedio, es más
ya no creo que sea tu mujer, que la raptao el toro y se la ha llevao a ver
mundo.” Pedro esa tarde, triste y melancólico, comió chocolate con pan frito y
se fue a su casa a dormir solo por el resto de su vida.
Así fue como nosotras aprendimos el
mito de Europa y por eso somos tan europeístas. Nosotras estábamos deseando
recibir todo lo que fuera nuevo y nos encantaban las extranjeras que nos
enseñaron a hacer toples, estábamos contentísimas con eso de que no tendríamos
que sacarnos el pasaporte para ir a Francia o Alemania o sabe Dios dónde, al
menos si no podíamos salir por eso de la falta de dinero, veríamos
llegar a las visitantes que vendrían de todos los países.
No habíamos leído el artículo de
Castilla del Pino titulado “Andalucía no existe”, pero ya se dibujaba en
nuestro ser la voluntad de no existir únicamente para lo que se llama Andalucía, no estábamos dispuestas a encerrarnos en los límites que sociopolíticamente se consideran correctos, éramos ácratas. Éramos unas cosmopolitas de cuidado y se nos iban los ojos detrás de los
marineros que desembarcaban en el puerto, también, por las tardes, nos poníamos
a contemplar los aviones que pasaban sobre nuestras cabezas. No es que creyéramos
en la huida, es que teníamos la certeza de que el estado natural del hombre y
la mujer es la huida, el viaje sin fin, la eviterna.
Así que todavía no habían llegado las
baguettes a España y mi madre ya le enseñó al panadero cómo debería hacer las
vienas sin migajón, y encandilada por lo otro y lo del más allá leíamos a
Proust y el Cantar de los cantares que
puedes leerlo en cualquier parte, también, algunas veces subíamos con mi padre
a la Piedra de la Torre y desde allí divisábamos lo que se ha dado en llamar África,
e incluso a un primo mío, apodado el Interplanetario, le venía chica la tierra y
nos hablaba de Carl Sagan como si fuera de su familia.
Es por eso que yo no creo en las
fronteras, para mí son fluidas líneas que señalan la nada. Es por eso que todas
las mujeres de mi casa nos confundimos y no sabemos distinguir unas carreras de
otras, porque para nosotras sólo existe el mar, los río, las bellas montañas,
los fructíferos valles y la voluntad de entenderse. Lo demás es baratija ideológica
o mala fe administrativa o discriminación económica, pero esa es harina de otro
costal, harina con la que la goleora haría masa para taparse el conejo y irse a
la calle que, al fin y al cabo, es de todas.