Siempre
recordaré el día en que fui a ver la casa de Erasmo en Bruselas, hacía buen tiempo
y llevaba la alegría de la amistad a mi lado, me acompañaba mi amiga Paloma que
tanto me ha enseñado de sociabilidad y de la importancia de decir en cada
momento lo que siento. Compramos unas postales, pasamos un buen rato
curioseando por allí, fuimos felices.
Siempre me ha atraído Erasmus de
Rotterdam, su capacidad para el estudio, su entrega a sí mismo como gran
proyecto de humanidad. Me gustan las palabras que dijera Stefan Zweig: “Pero
Erasmo conoce el gran arte de vivir; todo lo que le es molesto lo aparta de sí,
de una manera suave y nada llamativa, y, bajo cualquier hábito y sometido a no
importa qué coacción, sabe guardar su libertad interna.”
Para mí fue todo un acontecimiento
cuando Cristóbal Cuevas, mi profesor de literatura en segundo de carrera, nos
descubrió el libro de Marcel Bataillon Erasmo y España. Estudiaba entonces en
Málaga los años comunes en la Facultad de Filosofía y Letras, en la calle San
Agustín, pleno centro, hoy calle famosa porque alberga el Museo Picasso donde
antes estaba el antiguo museo de Bellas Artes, y el famoso cuadro de Enrique
Simonet ¡Y tenía corazón! (Anatomía del
corazón 1890).
Entre
compañeros hablábamos de todo lo que era hablable, no me parecen especialmente afortunados
los años ochenta, no guardo nostalgia, creo que los hemos mitificado un poco. Pero
sí recuerdo con buen sabor el ansia de saber que todavía hoy no he perdido y la
gana que todos teníamos de quitarnos cierta catetez que se respiraba en el
ambiente. He dicho que entramos con ingenuidad en la Unión Europea, pero no me
pareció mala esa entrada; eso sí, hay que mejorar tantas cosas: hay que dulcificar
el trato entre nosotros, hay que pensar
en los sin techos. Hemos edificado una sociedad demasiado hormigonada y le
falta ternura a nuestras instituciones máximas. Sí, las instituciones deben ser
como el grafeno o como el agua clara.
Quiero recordarles hoy un poema que
escribí hace algunos años y que me parece que ilustra la valentía que hemos
ganado. No puedo dejar de pensar en qué se dirían Tomás Moro y Erasmo al saber que el
Reino Unido apuesta por cerrar fronteras y hablar como un vaquero que negocia
con la vida. No puedo sino recordar a esos hombres y mujeres que han remado y
continúan remando en el estanque común sin chocar entre sí.
Este poema lo escribí después de
visitar Madrid, el Retiro, y lo escribí después de observar a los remeros y
remeras que se ejercitaban en el estanque. Para mí es muy querido y se lo
dediqué a mi mujer y también a Castilla del Pino, otro erasmista, que apoyó el
movimiento homosexual desde su origen.
La
ciudad y sus habitantes
Y
casualmente me encuentro
en
este lado de la acera
mientras
los remeros se empeñan en el estanque
con
no chocar con los turistas,
que
vienen a la capital a besarse
entre
las estatuas que la historia reverencia
y
a pasear en barca
esquivando
torpemente a remeros musculosos,
pero
al fin y al cabo civilizados,
porque
no poseen grandes ríos
ni
mares de osadía
y
se conforman con el aire del Retiro
y
el agua verde y pequeña
donde
se ejercitan los ciudadanos-remeros
teniendo
cuidado de no salpicar
a
quienes acabamos de llegar y pedir
una
cerveza y después intentamos imitarlos.
Pero,
¡ay!, nosotros no somos tan civilizados
ni
imaginábamos tantos edificios
desde
nuestra provincia leve.
Nosotras
no sabíamos de la existencia
de
estos remeros pendientes siempre
de
no chocar con los bordes
de
esta piscina grande
donde
se guarda el desahogo
de
los hombres fuertes
cansados
de obedecer y,
sin
embargo, obedeciendo.
Y
aquellas, ¡oh!, aquellas remeras
con
lazos en el pelo
con
el pecho endurecido
con
ese ir y venir,
ir
y venir,
rema
que te rema.
Aquellas,
¡oh!, aquellas
que
vigilan a los turistas despistados
que
no conocen las normas del estanque.
En
la tarde que crea
magenta
la luz y la luna
tú
me engañas
y
no me llevas a tomar una copa,
sino
que me traes aquí,
a
este parque inmenso
y
estimado
del
que hablan
y
del que dicen
sus
haberes y peligros.
Y
naufrago entre nipones,
ciclistas
de piernas heroicas,
magos
de tres al cuarto
que
quisieron ser Houdini,
cantantes
fracasadas,
músicos
que aman más la música
que
su disciplina,
y
tú y yo,
que
hemos decidido hacer de Madrid
el
cauce de nuestros ejercicios
de
cosmopolitismo.
Y
mientras nos recogemos
porque
refresca
y
porque el parque lo cierran
miramos
de reojo a los remeros
colegiados,
solidarios,
y
a las remeras que aún no se han decidido
a
formar equipo,
y
dices convencida:
“¿Verdad
que ha sido buena idea
pasar
la tarde en el parque?”
Y
asiento mientras
miro
cómo se esquivan
los
remeros
y
mesuro el estanque
verde,
de infinitos trayectos.
Nos
cogemos de la mano
y
el aire húmedo
acaricia
la noche que viene,
nuestro
cansancio,
nuestra
cobardía,
nuestro
valor
y
la danza democrática
de
los juegos de agua
que
casualmente hemos visto
desde
este lado de la acera
donde
quiero estar
para
siempre,
como
los remeros pendientes
de
no chocar con los bordes.