sábado, 6 de abril de 2019

La huida




¿A quién hay que pedir paciencia ahora? Se ve que en este hogar occidental donde manda el hacer rápido y el dinero invocamos, de vez en cuando, la tranquilidad y las frías salas de espera sólo para los desposeídos de la Tierra. Y eso no es justo.

         La espiritualidad es leve y transparente, no es andar con pies de plomo para no molestar la piel sensible de los poderosos. La justicia no llora sino que busca soluciones para que un tema no sea tratado como una moda, un caudal que nos encargamos de encauzar con la severidad de las alambradas y las concertinas. Por otra parte el periodismo pide, a todas luces, una refundación, una ética fuera del triunfalismo y del manso hablar de lo que toca, pero sin meterme en profundidades.

         Hay niños andando solos por las calles, desperdiciando su infancia y su nobleza, el brillo de sus ojos pescadores de sueños, su hambre de inocencia siguiendo a la vida a ver si reciben alguna recompensa de esta sociedad despilfarradora, que tuvo el atrevimiento de entrar en sus tierras y colonizarlos y llamarlos a todos: África. Sin hacer distingos. A esos niños les han puesto siglas, les llaman M.E.N.A.S. Menores Extranjeros No Acompañados. Y se han quedado tan a gusto, ya tienen forma de ser identificados en la dura pantalla de un ordenador.

         No, no se quedará el alma tranquila dándoles limosnas, acogiéndolos con el dulce sabor de la caridad. Es necesario algo más: que nuestras ciudades sean verdaderos centros de convivencia, no duras jaulas de cemento y limpias calles para el turismo. Es necesario que nuestro ser asimile la verdad histórica y que el mundo se edifique, al fin, como un lugar sin fronteras. Es necesario que los políticos no se escondan tras los cristales blindados con la calefacción en el justo punto del olvido. Y que la luz de los líderes apunte hacia la honestidad y que dejen, de una vez, de hacer parcelas negociando siempre el derecho de admisión.

         En fin. Los estados democráticos y las gentes de bien tienen la responsabilidad de hacer humanos sus alrededores. Todos. Dejémonos de sensiblerías premiadas por la publicidad y abordemos, sinceramente, las elecciones para que no gane la sinrazón o la desvergüenza. No dejemos que ganen quienes usan la confusión, la dominación del lenguaje engañoso que nos quiere infectar con su fuerza ilógica de recaudadores, tacaños y elocuentes decidores de la avaricia, olvidadizos del “amaros los unos a los otros”. Prodiguemos las buenas maneras, que a los pobres también les gusta la clara cortesía. Y el valor.