sábado, 30 de marzo de 2019

La Ceguera




Francisco Díaz Torreblanca era un hombre bueno incapaz de ver sufrir a alguien. Tuvo doce hijos con su mujer: Josefa Teodora de la Santísima Trinidad Morales Colomera, que tenía el don de la curación. Bajaron de la sierra, del Peñón Miragatos, hasta el valle de Campanillas donde cogieron tierras en medianerías. De los doce hijos le vivieron seis: tres machos y tres hembras.  A ella, cuando se quedaba embarazada, le entraba la ceguera si era niño lo que llevaba en su vientre, si era niña conservaba la vista. Estos son mis bisabuelos.

         A Josefa todo el mundo la respetaba, era sabia y escritora y, algunos días, cuando yo volvía del colegio me la encontraba disertando sobre la lástima que es quedarse ciega. Hablaba con mi madre y mi abuela mientras no tenían las manos quietas, atareadas estaban con costuras y bordados en la habitación donde daba el sol por la tarde. El tema que más les interesaba era la falta de vista y el dilema en cuestión era quién sufría más: una persona ciega de nacimiento o la que se había quedado ciega después de ver. He asistido a esta tertulia muchísimas veces y ponían como ejemplo la belleza de una rosa roja, la lástima que era no poder contemplar esa perfección.

         Sí, Josefa tenía el don de la curación, el ansia de sanar que heredó su hija Paquita que fue comadrona y que después ha heredado mi sobrina Alba, que es una eficiente profesional de la salud y cuya valentía y destrezas sólo pueden ser comparadas con las de su ancestra. Además Josefa era querida por todos, la verdad es que era más que querida, era respetada, y todos la llamaban “Madre”. Era pequeña, diligente y con mucho sentido del humor, sabía bailar con gracia los verdiales. Recuerdo sus argumentos sobre la belleza de la rosa y el sufrir de nacimiento o comenzar a sufrir de los ojos a la mitad de la vida como una de las claves filosóficas que me han formado como mujer de letras.

         Mi madre, Agustina López Díaz, tuvo el cobijo de Josefa y Francisco que la defendían de los oleajes de la vida. Ella siempre habla del buen olor de su abuelo y de lo que le gustaba su sombrero. Él murió de una cosa mala que no le duró mucho, y su mujer, Josefa, siguió a lo largo de toda su existencia preguntándose sobre el sufrimiento, el dolor y la alegría de ver. Consideraban el amor como algo unido a la tierra, vaya, que era un sentir ecológico y discreto. Gracias a Josefa conocemos remedios domésticos para los males cotidianos y gracias a ella, también, aprendimos a pensar y a dar nuestra opinión con serenidad cuando analizamos temas metafísicos. Yo creo que el amor a la sabiduría nació en aquellas tardes en las que conversábamos con absoluto rigor sobre el dolor y  la belleza. Después vino Platón y Aristóteles y muchos más, pero esos eran pensadores de segunda categoría; nada podía igualar al deslumbramiento, la luz y la amenidad de mi bisabuela que era la maestra que nos enseñó a apreciar la reflexión teórica, y que nos demostró que toda teoría está enraizada en algo concreto, en este caso en sus embarazos masculinos, cuando se fraguaba el niño y ella, mientras tanto, se quedaba ciega. Esas charlas nos dieron seguridad en nosotras mismas y en nuestra forma radical de ver el mundo.



Josefa Morales Colomera y su marido Francisco Díaz Torreblanca, detrás está mi tía Adela y mi madre de joven y la bicicleta de mi tío Día.