Crecí
en un barrio de la periferia de Málaga, rodeada de gente humilde que admiraba
la lectura, que recolectaba alcachofas y limones, cañadulces tiznadas por el
fuego. Hoy ese barrio sigue siendo periferia y no se le mima como debiera. Los políticos
españoles están obsesionados con el viaje al centro y no saben construir
hermosuras en red.
Y el centro se ha convertido en el paraíso
para los visitantes, hemos sucumbido a los deseos del turista accidental y ya
nuestras arquitecturas tienen nombre de multinacionales. No quiero decir con
esto que el pasado fuera mejor que el hoy, solo que era más distraído.
Convivíamos con las letras flamencas,
con los viejos romances, con los chistes de desprecio a las mujeres y a los
gangosos, con una alegría inconsciente
en el futuro. Fabricábamos la victoria y sus ambiciones. Mis deseos eran tener
muchas amigas y mucho tiempo para deleitarme en la contemplación y en la
escritura, además ansiaba la paz mundial.
Leer fue el gran refugio; hoy se escribe
para exhibirse, ayer se escribía para crecer, esa es la diferencia entre los
gruesos mamotretos y la placidez de los matices. No conozco mayor rebeldía que
leer y hablar con los seres invisibles que nos acompañan casi sin quererlo.
Cuando cumplí los catorce años fuimos al edificio
de la Aduana, hoy museo provincial de Bellas Artes, con abrumadora presencia
del arte masculino; fuimos a ese edificio, digo, a hacerme el carnet de
identidad. Ese fue el día en que descubrí que mi nombre era compuesto:
Salvadora Francisca. Iba acompañada de mi padre y fuimos a una gestoría para
que tramitara mi partida de nacimiento además del certificado de penales, creo.
Yo, como acostumbraba, iba leyendo todos los carteles que colgaban de los
comercios de la capital de la provincia. Después volveríamos a casa, casi
mareados, ante tanto reclamo.
Puedo ponerme en huelga de todo menos
de lectura: leo como una drogadicta que no puede parar de leer. Leo títulos,
rebusco libros que se dirijan a mí y no me canso de aprender. Sí, soy constante
aprendiza, constante curiosidad. Y me pregunto no sin perplejidad cómo han sido
capaces de tener escondidas a tantas escritoras durante tanto tiempo.
Escritoras que no aparecen en los manuales, de las que no conocemos sus caras
ni sus nombres. Creo que estarán de acuerdo conmigo si digo que eso, señoras y
señores, es un inmenso despiste, Hoy me he levantado benevolente, será por la alegría de ayer: veinte mil personas en las calles de Córdoba en la manifestación del 8 de marzo, ahí es nada.