sábado, 4 de enero de 2020

Sin fin




Y si hay algún cuento que nos duerme es el de la insatisfacción: más, queremos más: más fiesta, más alcohol, más juguetes, más mentiras. Nunca estamos contentos, siempre nos falta algo o alguien. No tenemos suficiente con nuestra agua corriente, con nuestra competición de luces, con dormir bajo techado. Y ese cuento se convierte en pesadilla porque nosotros, pobres occidentales, nunca estamos saciados.

         Esa es la clave, el lugar donde no aprendemos a ser humildes, ese es el pozo de los deseos encadenados, que no tiene límites ni los busca, que se desesperanza ante el envoltorio que se abre con la avidez del que desea poseerlo todo, y todo le resulta ser poquísimo.

         Queremos el éxtasis encadenado, la bobería eterna, el placer que no tiene límite como si fuera una cuenta bancaria indefinida. Queremos que todos los días sean premiados, que en cada minuto cantemos un gol. No, no dejamos crecer el barbecho ni descansar nuestro espíritu que, a veces, se llena de ira al comprobar que no se cumplen todos los caprichos.

         Yo he visto levantarse una bandada de gaviotas en el puerto, sin chocar entre sí, al unísono. He visto el reflejo del sol sobre una tapia blanca, he oído el silencio benefactor de las mañanas, he sentido el respeto de quien no invade. Y eso deberíamos regalar a los jóvenes: el derecho a contemplar. Porque si no contemplamos se irán al traste los milagros de la naturaleza, las observaciones científicas y el calor de los árboles.

         Me gusta contemplar las flores, la geometría de la regadera, la satisfacción por el trabajo cumplido, las manos que se lavan en la honradez, el sentido de una buena conversación alejada de los tópicos y del dramatismo, porque a los absolutos les gustan mucho los altibajos del relato lacrimógeno, se acogen a él con la desesperación de los ahogados.

         Hay que pasar página, dar la bienvenida a la mesura. Hacernos cargo de que podemos vivir con poco. Hacernos cargo de nuestras mentiras y hoy, hoy mismo, poner en marcha la maquinaria de la gratitud. Y ser conscientes del frío que pasan aquellos misteriosos seres que no queremos acoger en nuestras ciudades, gentes que no tienen el corazón de madera, que son personas contemplativas como tú y yo.