sábado, 18 de junio de 2022

El mañana nunca muere (Tomorrov never dies)

 



Creo que algún día tendremos que plantearnos hacer evaluación del papel de la prensa en España en estas últimas décadas: hemos visto a profesionales ensuciar su buen nombre presentando programas donde se contrataba la venta de la intimidad, periodistas que han dejado que las noches se enfurezcan, con sus propuestas vociferantes e irrespetuosas, olvidando su ética para caer en el encumbramiento de lo mediocre.

 

            Ha sido esa elevación hasta los cielos de personajes que no saben hacer nada, pero que el público premia porque ve en ellos la posibilidad de que sea su nadería la condecorada próximamente, en cualquier fase horaria, incluida esa que se debe cuidar más pues los niños están presentes contemplando sus propuestas de lo vacuo, ha sido esa elevación hasta los cielos de personajes que no saben hacer nada lo que nos ha llevado a una nada kitsch. Digo que han sido laureados personajes con gestos agresivos, con maneras bochornosas de discutir, maleducados que cobraban sus colaboraciones como si hubieran descubierto la penicilina. Digo que ha sido elevada hasta los cielos la vulgaridad.

 

            Esto junto a la aparición de las fake news, (bulos e invenciones que cuestan poco propagar y que no cuentan con rectificación alguna), o la aparición, también, de un tono narrativo alarmista y morboso lo que nos ha llevado a ahogarnos en un ansia insaciable por lo frívolo. Y sería oportuno que junto a la evaluación de la prensa se analizara esa izquierda progresista y se preguntara si le ha merecido la pena parecerse a la derecha. Se tiene que analizar si alguna vez ha hablado con el aliento del cinismo, la izquierda que, de pronto, se ha encontrado con eso que llaman la desafección de sus votantes que, entre lo parecido y lo auténtico, han elegido la autenticidad arcaica de la derecha que no cree ni en el cambio climático ni, en serio, en las políticas de género. Una derecha que como un egoísta ciclista nunca va a la vanguardia sino chupando rueda, aprovechándose de las alternativas que ya ve consolidadas llámese divorcio o ley del matrimonio igualitario por ejemplo.

 

            También las otras izquierdas tendrán que analizar por qué les cuesta tanto trabajo llevarse bien y fracasan, como una cantante de ópera que tiene miedo al éxito, cada vez que se ven con fortaleza y entonces, abrumadas esas izquierdas y sus múltiples nombres, se dispersan en grupúsculos.

 

            Hasta aquí el rapapolvo, hay que ser operativos, no olvidemos que ahora estamos situados frente a la sinvergüencería de la extrema derecha. ¿Qué hacemos pues? Simplemente salir a votar, recoger las redes de lo vacío, reconocer lo bueno hecho y lo que nos queda por hacer: sobre todo la recuperación de la humildad, la voluntad de dar importancia a lo que verdaderamente tiene mérito y no avergonzarnos de saber dialogar sin estridencias.

 

            Hay que ir a votar y desechar de las urnas el narcisismo de pose y propaganda elaborada por el experto en comunicación, hay que apreciar el tono de la verdad que siempre prevalece, a pesar de que los años, la breve mentira del tiempo, nos esconda momentáneamente su valor.

 

            Hay que ir a votar con la madurez de quien cree que las noticias suceden y después se cuentan respetando el qué, el quién, el cómo, el cuándo, el dónde y el porqué.  Tal vez así demos la vuelta a las encuestas y empecemos una sana autocrítica que nos lleve a encauzar este delirio que se llama irresponsabilidad, falta de conciencia y muchas ganas de ser absolutos.

 

            Hay posibilidades, mañana es el día. Somos nosotros, los andaluces, los que nos tenemos que levantar. No esperemos que nos salve el agente 007.